lunes, 30 de mayo de 2011

Los Pasos Que Hemos Dado

XII Premio de Poesía "Encina de la Cañada"



ÍNDICE

Introducción

Preludio

Desde el fondo sesgado...

Nacimos a destiempo...

Una tarde presientes...

¡Cómo duele, Señor!

Todo cuanto sucede...

Os cuento que hubo un día...

Supongo que estos chopos...

Te escribo desde aquí...

Este arroyo que apenas...

¿Por qué razón la sombra...?

¿Debo decir...?

Sobre el polvo y el humo...

Porque escribo...

Un día te sorprendes...

Introducción

A veces se separan
los pasos que hemos dado y ves que todo
pierde su juventud: la vida entera
cabe dentro de un odio.
Tratas de unir de nuevo
la sombra con el cuerpo y el reposo
con el cansancio de vivir: no vives,

lo recuerdas tan sólo.


Luis Rosales

Preludio

Algunos de vosotros tal vez no hayáis nacido
a esta hora del mundo en que yo estoy escribiendo estos versos.
Algunos de vosotros ni siquiera
Conocerá mi voz, pero no importa.
Mi voz se queda aquí.
¿Qué os parece si un día, cuando os nazcan,
cuando a nadie nos coja ocupadísimos
cambiándonos de dios o de corbata,
celebramos al tiempo
vuestra puesta de largo
y el anuncio oficial de que estoy muerto?

Desde el fondo sesgado...

Desde el fondo sesgado de una lágrima
alguien, sin nombre, grita:
¡Ha muerto un gorrión,
que se calle la orquesta,
que la música acabe y cese el baile!

Pero el baile no acaba. Los que bailan
saben que ocurren cosas,
que afuera ocurren cosas que no están nada bien
y que cualquier mañana, al levantarse,
Pueden estar las calles salpicadas
de alaridos tan largos
como hiladas de perros colgadas de la noche.
Los que baila se saben exculpados
de que pueda ocurrir un contratiempo,
de que pueda morir un gorrión,
o dos,
o tres millones de gorriones:
no le demos más vueltas, jamás pondrán el dedo
sobre el disparador de una escopeta,
jamás verás sus manos planeando
sobre la sombra abyecta de un patíbulo.
Ellos bailan y bailan y se mueven
al ritmo que les marcan, ellos saben
su oficio, se flexionan
se agachan, se enderezan,
contorsionan sus cuerpos y liberan
de lastre sus conciencias, son personas
completamente serias, tan formales
que no tienen ni pasado ni futuro,
ni siquiera un dolor o una vergüenza
que compartir con nadie. Y se mantienen
de pie sobre sí mismos,
sin mirar a otra parte, aunque les llegue
-como ahora mismo sé que está llegándoles-,
el aliento de un hombre que agoniza
a tan sólo unos metros de distancia.

De verdad
que afuera ocurren cosas como ésta,
que no están nada bien,
incidentes
que de pronto aparecen en escena
mientras suena la música y bailamos,
con los ojos vendados, al compás
que tenemos firmado en el contrato.
Ya habrá alguien,
te dices,
nos decimos,
que limpie a manguerazos las aceras

Nacimos a destiempo...

Nacimos a destiempo, nos nacieron
cuando el día era sólo un envoltorio
de animosas sorpresas y en el cielo
los cometas jugaban al parchís;
nacimos sin edad, y las mañanas
llegaban de puntillas, silenciosas,
a vestirse de luz en los ciruelos.
Por eso hemos crecido tan deprisa,
tan vertical,
tan recto hacia las sombras
que ya nada
de nuestra realidad nos pertenece
Como si de repente un fogonazo
te cegara los ojos y al abrirlos
te enteras de que estás en otro sitio
y la casa
los muebles
y el jardín,
todo cuanto has amado y has querido,
tus pájaros, tus flores, tus amigos,
han desaparecido.

Una lluvia muy breve nos recuerda
Que el tiempo gira en círculos:
miramos hacia abajo
y en medio de la calle nos espera
-hace tiempo que espera-,
aparcado, el camión de las mudanzas.

Una tarde presientes...

Una tarde presientes
que bajo el alero de tus párpados
no quedan golondrinas y te dices
que el invierno resulta inevitable:
colgadas en el cielo se han quedado
miles de madreselvas y la brisa
que sube desde el valle ya no trae
sabores a vainilla de heliotropos.
Escultor de cipreses, el otoño,
de tantas uvas ebrio,
de tantas luces huérfano,
ha firmado,
-poeta-,
su armisticio.
Y obligado, también, es el dolor:
tantos labios sin agua, tantas olas
sin playa en que inmolarse, tanta nube
derramada en las aspas de un molino
que no sabe la voz de los trigales
tenían que traer estos nublados
de puñales templados en aljibes
de ajenjo y agonía
y estas cruces clavadas en el vértice
de un clamor no prescrito ni agotado.

¡Cómo duele, Señor...!

¡Cómo duele, Señor, este vestido
de carne que me has dado,
cómo duelen las sombras del crepúsculo,
las horas de los ángeles furtivos,
cómo escuece
la tibieza del alma cuando arrastro
la piel a ras de calle!
Quiero aprender, Señor, a deshacerme
de estas ropas que huelen tanto a mí,
de estos gestos que saben tanto a mí,
de estas prisas que ponen en mis labios
hipócritas palabras color sepia,
de estas falsas modestias que se abrigan de mí,
de esta oculta arrogancia que se nutre de mí,
de todo cuanto implica circunstancias,
modales o ademanes de mí,
de las horas que tienen hipotecas de mí,
del viento que no lleva claridades de mí.
No quiero soportar el vasallaje
de líquidas rutinas,
de certezas fingidamente exactas,
de promesas prescritas,
de esperanzas untadas de aguamiel
y forzadas sonrisas de guiñol.

¡Cómo duelen, Señor, y cómo pesan
estos trajes tan viejo, estas ropas
pegadas como lapas a la piel!